6.12.06

LOS NÚMEROS SECRETOS

Posted by Picasa NÚMEROS SECRETOS.©ÁNGELA iBÁÑEZ

LOS NÚMEROS SECRETOS
1Por Clara Janés




«Ellos, los mundos creados, nacieron de la luz y del sonido»,2 leemos en De la aurora. Con esta frase resume María Zambrano las tradiciones más remotas, desde el bíblico «hágase la luz» hasta el cuerpo de soplo creador de los indios Wyoming o el aliento primordial de los hindúes, vibración de la que surge el «deseo de ser», gracias al cual Shiva, la realidad absoluta, se expande e inicia la danza cósmica, con el tambor de la protopalabra en una de sus múltiples manos y en otra el fuego destructor. En ese incesante morir-nacer que es la vida, luz y sonido siguen en perpetua génesis, poiesis, poesía…

Fueron esas ondas creadoras, que descubren una tendencia a remontarse a los orígenes, las que desvelaron el punto de confluencia entre María Zambrano y yo, una tarde, casi noche, la primera en que la visité sola, cuando apenas dichos los saludos, su voz pareció rielar en la penumbra hablando de su estancia en La Pièce, de la naturaleza selvática que la rodeaba, y de la noche, y de cómo, de madrugada, solía llamarla el rumor del lucero hasta hacerla salir de la casa para contemplarlo.

María hablaba y me envolvía en su voz como en un círculo mágico, y yo dejé fluir la mía relatándole mi experiencia: cada día me despertaba la luz de la estrella de la mañana. Subyacía en nuestras palabras un enigma compartido: la fuerza del cosmos nos conducía sin más al interior del verso de San Juan de la Cruz: «en par de los levantes de la aurora», de modo que vivíamos el alba como resurrección e intuíamos que las palabras del místico islámico Hal.lach: «El alba del Amado se ha levantado en plena noche, resplandece y ya no tendrá poniente»3 se encarnaban en la naturaleza. El cuerpo de ese Amado era acaso, precisamente, la luz —que Sohrawardi definió como lo único visible por sí mismo— o aquel rumor, el rumor de la vida que nace.

No me pregunté entonces por qué iniciaba María de este modo su amistad conmigo y, llena de asombro, seguí escuchando su plateada voz, que ahora evocaba el renacer de los campos en primavera, las hierbas de los prados que, dijo, «son los cabellos de María Magdalena que avanza hacia Cristo resucitado». Toda mi infancia se ponía en pie ante aquella frase ya mis ojos interiores acudía la imagen del Noli me tangere de Fray Angélico, que había representado para mí, desde mis seis o siete años, la atmósfera más amada y que constituía mi aspiración íntima. María enunciaba los números secretos de mi universo, nítidos para ella en sus engarces. Yo había tardado mucho en comprender que el rocío sobre las florecillas del camino que me gustaba recorrer al despuntar el día era una forma de amor, y que el amor es resurrección y la resurrección, vida, y la vida, movimiento y, por ello, la danza se hallaba también unida a esas emisiones ondulantes, a esa luz y a ese sonido inicial que vemos en las manos de Shiva.

Aquel primer día no habló María de la danza, pero en El hombre y lo divino dejaba escrito: «el ritmo es la más universal de las leyes, verdadero a priori que sostiene el orden y aún la existencia de cada cosa»4 Y, posteriormente, en De la aurora, citaría la danza en torno a las hogueras de San Juan, «danza —afirma— que evidentemente tiene lugar cuando ya todo se ha quemado, quizá ante todo ese algo oscuro que se opone al despliegue del tiempo y de la vida, de la creación; entonces se puede danzar según el movimiento de los astros, restituyéndole al propio planeta su condición corpórea, de no ser solamente, según se le mira, sostén, suelo, lugar, restituyéndole su ser dentro de las órbitas celestes».5

Ocupar cada uno su lugar en las órbitas celestes —y por ende terrestres—, saber, como nítidamente expresó Cirlot, que el ser «es dejando de ser», que dibuja una fluctuación… Por ello, sólo el aceptar ese hacerse y deshacerse, ese perderse y hallarse, nos sitúa en una verdad. María trasladaba esto no sólo a su escritura, sino a su palabra hablada y, en un movimiento casi serpentino, como el de la raíz abriéndose paso en la oscura tierra, entraba por el oído y avanzaba hacia lo más recóndito de su interlocutor. Rielaba y resonaba la voz de María, se hacía vibración primordial para remontarse a los fundamentos mismos del otro.

El motor que impulsaba su palabra, la hablada y la escrita —que culminaría en lo que Jesús Moreno define como expresión de «la danza del pensamiento»,6 era el mismo latido del corazón, que es en sí una forma de medida del transcurrir. Y el transcurrir desemboca en la muerte, eso desconocido y, con todo, como dice Emmanuel Levinas, «posibilidad absolutamente cierta».7 Ir hacia lo desconocido era lo natural en María y, como consecuencia, avanzaba por un camino indescifrable. En esa senda oscura, halló pronto el enigma de la ebriedad y entendió que, desde el fluctuar, se puede emprender el vuelo. Por ello no se apartaba de la poesía y enraizó su pensamiento en la «razón poética». Con certeza, en su obra Filosofía y poesía, identificó poesía y ebriedad, recalcando que se trata de la ebriedad del que está desesperado y «hace de su desesperación su forma de ser, su existencia».8 Pero nuestra filósofa sabía que el que adoptaba esa desesperación como existencia, la trascendía. Por una parte, como destaca Rogelio Blanco en su estudio «La yedra: utopía de la esperanza»,9 citando el libro Los bienaventurados, es la esperanza lo que el hombre «extrae del vacío, de la adversidad»; por otra, el que se abandona a la embriaguez, como los seguidores de Orfeo y de Dionisos cruza un límite, atraviesa la barrera de la vida y desciende a los infiernos y, paradójicamente, como expresó Vladimír Holan, «emerge a la profundidad». Entra en el «saber del no saber».

Ese «saber del no saber», que es el que entraña la poesía, es el mismo que, partiendo del tiempo real, alcanza el fiel de Orfeo y Dionisos al liberarse de la razón y ser arrastrado por el dios a su propio tiempo. Poseído, iniciado por él, cruza entonces aquel límite y se entrega a la danza y al canto. El dios, pues, a través del ritmo, le hace romper el tiempo real y también la barrera de silencio que amuralla lo indecible, y le otorga la palabra. Se trata de una palabra sostenida por «la órbita de un ritmo»10 o por la música, dice María Zambrano y también en esto se remonta a las antiguas tradiciones, ya que en el Brihadāranyaka Upanishad (Gran Upanishad del bosque), al explicar la palabra udgitha, se dice que el sonido sostiene al lenguaje y la energía vital sostiene al sonido; que «la energía vital canta»11 y el tono, la voz, es su ornamento —cosa que también ella tenía presente—. Por otra parte, en el Rituale mitriaco, que recoge ideas de El libro de los Muertos egipcio, en cuanto a la palabra se refiere, se valora, por encima de todo, el sonido, pues, dice, «en determinadas vibraciones es la modulación del hálito cósmico: pronunciar en el «justo modo» una palabra sintonizándola, por así decirlo, con los diversos ritmos del cosmos, significa restituirle su elemental poder».12

El ritmo, para María Zambrano, no sólo sostiene la palabra, sino que, previamente, incita a encarnación, pues mediante el pulso que procede de la oscuridad, otorga movimiento, tiempo, a la luz, esa luz cegadora que corresponde al espacio, luz de la razón que es la buscada por el filósofo y por ello sale de la caverna movido por su afán de verdad (afán que «revela muy claramente el ascetismo de la verdad filosófica».13 Y volviendo a la luz, en El hombre y lo divino, María Zambrano habla de la palabra —y entendemos que se refiere a su germen prenatal o al instante mismo de su nacimiento— como de «logos-luz» y dice que en esta «se encierra, se contiene una inteligencia que tiende a hacerse cuerpo; la palabra parece el pozo de un ímpetu que desciende a hacerse lo más parecido a cosa; un sentido en busca de su forma».14
El verdadero poder del ritmo, de la música, como vemos, es retrotraer al origen, dar acceso al enigma primordial, lo cual consigue al vencer al tiempo «por el encanto del número sagrado».15 Por este motivo, la filósofa puede afirmar que «el deslumbramiento producido por el descubrimiento de los objetos matemáticos llega a tener un carácter extático; el que se mueva entre ellos, o los vea moverse ante sí, se sentirá a salvo de la vida y tomará su esencia y su movimiento por el absoluto».16

Avanzar por el número, por la fórmula, supone, pues, un saber distinto, un saber anterior, y así, decían los pitagóricos, y también Platón en el Timeo y luego muchos otros hasta Galileo, que la naturaleza es un libro escrito en caracteres matemáticos, y es en esas cifras que la contienen, esas stoikeia, donde el mundo se apoya. Por ello, entrar en los números secretos es ver con claridad y precisión el ser y el estar, y también el lugar donde se sitúa cada cosa y su alcance; es un captar la totalidad como haría un imán. María Zambrano llega incluso a preguntarse por una revelación numeral anterior a la palabra y a hablar de una «palabra increada»17 perteneciente al ser.

Ir precisamente hacia esta palabra increada —cuando aún es «un sentido en busca de su forma»—, ir al punto en que se concreta a través de las vocales y las consonantes y que en su génesis es sostenida por la música, había sido el intento de la parte segunda de mi libro Kampa. Esta experiencia mía data del año 75, es decir, es dos años anterior a la publicación de Claros del bosque. Sin duda, pues, cuando Claros del bosque apareció, me hallaba preparada para poder adentrarme en la obra de María cuya existencia conocía desde mis 17 años, debido a haber frecuentado en ocasiones la tertulia de Santos Torroella y haber incluso leído uno de sus artículos, fascinada, pero sin llegar a abarcarlo. Fue con Claros del bosque, que leí a la par que Rosa Chacel y comenté con ella, como empecé a abrirme camino en su obra. La frase «la música sostiene sobre el abismo a la palabra», que conocí primero, precisamente, como comentario añadido a la lectura de unos fragmentos de Claros del bosque, llevada a cabo por María y recogida en un casete,18 me había impulsado a mandarle mi libro Kampa, entonces inédito. Aquella primera conversación a solas, donde me habló del rumor del lucero y de la resurrección, acontecida más de un año después de mi envío, era su respuesta. A través de los poemas, María había captado mi experiencia de la palabra y la música y, también, de la luz.

Estas experiencias, de la palabra como sonido o música y de la luz, que figuran en mitologías del origen de distintas culturas —para San Juan Evangelista «el verbo era la luz verdadera», entre los hindúes preside el nacimiento de la poesía Usha, la diosa del alba…— las unió la filósofa en el texto «Diotima de Mantinea»,19 que es altamente significativo. En él, por boca de la sacerdotisa Diotima, María hace su secreto autorretrato interior, donde dice sentirse tal una fuente, que trasvasa su saber «como agua», y ve las cosas como si estuvieran «bajo el agua» —y no olvidemos que bajo el agua, en la «cristalina fuente», es donde el verdadero enamorado halla «los ojos deseados»—. Por otra parte, también a Diotima se le aparece la estrella «reinando en el cielo, sola»20 antes de que salga el sol. Se trata del «amor que pone fin a la noche y alumbra sus primeros pasos». La que habla se siente vinculada a la estrella y, como consecuencia, ve su vida como «amor atravesado por el tiempo, partido por el tiempo. [… pues] la estrella solitaria que abre el día y la noche es un umbral y una ley. La sombra de los anillos de Cronos la divide, la hiere».21 Y gracias a esta herida, el amor engendra.

Ese astro, rumor para María, cruzado por el tiempo, es decir, orientado a la muerte, lleva a Diotima a sentirse sumida en la oscuridad y a considerar la vida como un mar. Se diría que la envuelven velos diversos, como a la Voluntad Suprema hindú, antes de que se originara la vibración primera que lanzó a Shiva a la danza cósmica. Diotima oye entonces la canción del agua e inicia el canto y la música se adueña de ella y es penetrante como la herida. En su soledad, una noche, una única noche, la sacerdotisa siente que alguien ama a su alma errante, y el que la ama, el amante, la conduce «hasta el borde mismo del alba»22 y, entonces, la envuelve un olor a violetas. Ese amante que lleva a Diotima a la Aurora, aparece acompañado de señales del Resucitado. Llega «caminando sobre las aguas»23, «caído de la luz, nacido de la luz»24 y luego parte dejando sólo «una huella, una impronta en forma de pez».25

Aquella primera tarde que visité a María yo sola, no recordé ese texto suyo, sumida como estaba en el presente de su voz y en la revelación de compartir con ella el nexo: música-luz-resurrección. Eran cosas claras para mí, pero su conocimiento no derivaba del intelecto; eran experiencias que, como he apuntado, se remontaban a mi infancia y adolescencia que transcurrió a las afueras de Barcelona, en Pedralbes, y en las inmediaciones del monasterio de clarisas, cuya vida recluida intuía como la abolición del espacio, y cuya oración nocturna, la abolición del tiempo a través de la voz; todo ello apoyándose en lo que verdaderamente permite saltar por encima de estas coordenadas de la vida: el amor. Llegar a semejante estado me pareció, desde niña, la meta óptima. Por esta causa, a veces, me levantaba cuando aún era de noche y salía al jardín a ver los astros y la oscuridad, mientras los demás dormían. Por esta causa fue precoz mi experiencia del alba y, más adelante, sentí el alba como resurrección o amor.

Sin formularlo, empecé a visitar a María siempre el día de Pascua. Sabía que ella me esperaba: era una celebración secreta, la de la fe en la génesis, la poiesis, la poesía; la fe en la resurrección, los cabellos de la Magdalena avanzando hacia Cristo, esas hierbas, el reverdecer de la primavera que el celeste imán del tiempo hacía que ocupara una vez más su lugar y nos dictaba el nuestro: comunicarlo, hacer de la voz vehículo de aquella luz, aquel rumor que, día tras día, nos llamaba.
El Centro Virtual Cervantes publica «María Zambrano: los años de Roma (1953-1964)» (http://cvc.cervantes.es/obref/zambrano_roma/), un espacio en el que se recogen las actas del Congreso Internacional, celebrado en Roma en diciembre de 2004, en conmemoración del centenario del nacimiento de la filósofa y del que forma parte el hermoso trabajo de Clara Janés ( texto superior) presentado en dicho congreso.
Entre 1953 y 1964 Zambrano vivió exiliada en Roma, ciudad con la que estableció una profunda relación afectiva y creadora. En este congreso, escritores, críticos, filósofos y catedráticos españoles e italianos analizan el llamado «período romano» de la pensadora: sus vínculos con la ciudad; sus encuentros con intelectuales y exiliados españoles; los libros clave que en ella vieron la luz —Persona y democracia y El hombre y lo divino, por citar algunos—, y los esquemas de obras que publicaría con posterioridad: entre otras, El sueño creador, La tumba de Antígona, Claros del bosque y, póstumamente, Los sueños y el tiempo.
Estas actas han sido publicadas gracias a la colaboración del Instituto Cervantes de Roma.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Perdona que no tenga nada que ver con tu último post, pero es que echando un vistazo a todo tu blog he descubierto que tenemos unos gustos musicales muy parecido, y quería mandarte un saludo! Abrazos!

A.I. dijo...

Gracias Víctor, creo que la música es el lenguaje más universal y es una maravilla el compartirlo.
Felicidades por tu estupendo trabajo en la radio.